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Las mejores croquetas del mundo - Un relato porno-croquetil

Las mejores croquetas del mundo 


A Albert no le caía mal su suegra, no tenía suficiente trato con ella para desarrollar animadversión alguna. De hecho, no la tenía presente demasiado a menudo. La mujer vivía lejos y tenía su vida, sin buscar mucho contacto, ni con sus tres hijas, ni con su exmarido que sí que vivía cerca y venía a hacer el vermut y a comer fin de semana sí, fin de semana no. Pero ya le iba bien así, era una mujer muy seca que no tenía ni una miaja de simpatía por nada que no fuera ella misma. Quizás sí que tenía un detalle que no era nada del agrado de Albert: no le gustaba nada de lo que cocinaban para ella. Según sus propias palabras, ella cocinaba tan bien que le habían ofrecido muchas veces abrir su propio restaurante. Quizás los años de cocinar solo para ella, le habían hecho perder el toque, porque Albert había comido unas cuántas veces en casa de la vieja y, a pesar que la comida no había sido mala, tampoco era de estrella Michelin precisamente. Con su mujer, Montse, a veces bromeaban que quizás le habían ofrecido un McDonald’s. 
Ahora se acercaba su cumpleaños y la familia estaba decidiendo si iban todos a un restaurante o hacían una comida en casa de uno de ellos. Fue la misma mujer la que decidió; la hija mediana se había emparejado hacía poco y había ido a vivir a casa de su esposa, que tenía un enorme piso en el Eixample de Barcelona, herencia de una abuela que había muerto no hacía mucho. Todos tenían ganas de ver el nido de amor de las chicas, así que presionaron un poco hasta conseguir que aceptaran ser las anfitrionas. Albert estaba especialmente contento porque le encantaba comida y sabía que la pareja de su cuñada sí que había trabajado de cocinera en un par de restaurantes de renombre antes de dedicarse de pleno a su gran pasión: la fotografía. 


El día del cumpleaños se presentaron con unas botellas de vino tinto; Un Montsant, la denominación de origen preferida de Albert y un Rioja, la de la suegra, como también una caja de botellas de cava de la cooperativa de unos amigos suyos. Le regalaron un pañuelo de seda y unos pendientes de oro entre las tres hijas que la matriarca aceptó sin siquiera sonreír un poco. El piso era tan grande como su cuñada había descrito con las paredes llenas de fotografías obra de la excocinera. Había modelos de todo género, medida y color desnudas, en multitud de paisajes. Había toda una pared dedicada a fotos de gente anónima sentada en bancos de muchas ciudades del mundo y otra con bicicletas de toda marca y estado: llenas de óxido, nuevas, grandes, de niño… Pero la colección que provocó un mayor impactó a Albert fue la que la pareja anfitriona le mostró en una sala apartada. Dentro de la habitación había dos butacas que parecían muy cómodas, ante unas estanterías llenas de libros. En el resto de las paredes: fotografías de coños. Todas de primeros planos, perfectamente iluminados, de genitales femeninos en todo su esplendor: peludos y lampiños, de labios delgados y de labios generosos, abiertos, con el clítoris asomando la cabecita y cerrados que parecían una cicatriz en medio de un vientre liso. Vio uno que lo dejó desconcertado. 
 —Montse —dijo mirando la foto mientras se agarraba a la manga de su mujer—… Montse, esta foto… 
 —¿Qué le pasa a la foto, amor? 
 —¡Joder Montse! Mira las tres pecas al lado derecho. Esta eres tú. 
 La chica soltó una carcajada que hizo acercarse a las otras dos chicas. 
 —¿Has reconocido a Montse, Albert? —preguntó la fotógrafa. 
 El chico se quedó callado con los ojos clavados en aquella parte del cuerpo de su mujer que tantas veces había pensado como suya pero que, ahora se daba cuenta, tenía una vida propia que le era ajena. 
 —Pero… Cuando… Pero —intentó comenzar varias veces—… ¿De cuándo es esta foto? 
 —¿Recuerdas hace un par de meses que quedé con Dolors para ir a merendar? —dijo la chica señalando a su hermana— Pues merendamos y entre las dos me convencieron para hacer de modelo. Carola incluso se encargó de arreglarme el matogrosso. 
 La imagen de la morena de enormes pechos con la que se había juntado su cuñada, agachada con unas tijeritas podando delicadamente el pelo púbico de su mujer, hizo que su miembro se levantara desafiante y sin control. Control que Albert había conseguido de mantener en presencia de las decenas de vaginas presentes, impresas a 40x50 pero que ahora se deshacía mientras sus mejillas se volvían del color de un tomate muy maduro. 
 —¿Quieres ver la mía? —dijo Carola señalando una foto un par de metros más allá. 
 Albert se acercó, muy consciente de la presencia de su mujer mientras se miraba el chumino de una mujer que quizás había visto cuatro o cinco veces y siempre completamente vestida. En la foto, una vulva completamente desnuda, con unos labios gruesos y oscuros, parecía sonreírle de lado, como si se riera de su vergüenza. 
 —Muy bonita —Albert se tragó la saliva que se le acumulaba bajo la lengua mientras miraba a Montse de reojo. 
 —¿Qué te parece la mía? —pidió su cuñada mientras Albert notaba su pene intentar hacer un doble mortal con tirabuzón dentro de sus calzoncillos. 
 El coño que lo observaba desde la pared era casi el opuesto del de Carola. El pubis estaba cubierto por una espesa mata de pelo, recortado a pocos milímetros de las ingles. Albert observó unas pecas encima del muslo. 
 —¡Oh, tú también tienes un triángulo de pecas, Dolors! 
 Su cuñada soltó una risotada mientras se dejaba caer en la butaca que tenía más cerca. Albert paseó los ojos por el resto de las fotos. Ahora que había visto que Montse y Dolores tenían una marca similar, como si fuera un sello de familia, no podía evitar pensar que quizás Neus, la hermana pequeña, también la tenía. El pensamiento se estalló en mil pedazos cuando oyó lo que decía su mujer. 
 —Chicas, Albert intenta descubrir si la Neus también tiene las pequitas. ¿Le decimos qué foto es? 
En aquel instante, el móvil de Carola soltó un silbido. 
 —Tengo que ir a sacar el pescado del horno. 
Dolors acompañó a la chica hacia la cocina y se quedaron solos. 
 —¿Te ha disgustado encontrarme aquí? 
 —Absolutamente no. Es una obra de arte —Albert se volvió y abrazó a la chica—. Y no solo tu toto, ¿eh? La foto también lo es. 
 La chica se acurrucó más dentro del abrazo del chico. Al notar la erección clavársele en la barriga, le cogió la polla con la mano y empezó a acariciarla por encima de la ropa. 
 —Vas calentorro, ¿eh gamberro? 
 —No sé de qué hablas —dijo el chico mientras le agarraba el culo a dos manos. Montse empezó a desabrocharle la bragueta y el chico dio un salto atrás—. ¿Qué haces? 
 —Aliviar un poco la tensión, amor —dijo acercándose de nuevo—. No me dirás que no tienes ganas de liberar un poco de vapor. 
 —¿Con toda tu familia, incluida tu madre, a pocos metros? No gracias. 
 —¿Sabes que Carola ha recopilado todas estas fotos en un álbum? Para mostrarlo a posibles editores —Montse agarró los huevos de Albert—. ¿Quieres que se lo pida y esta noche seguimos donde lo dejaremos ahora? 
 Desde fuera de la habitación, una voz les avisó que la mesa no se iba a poner sola, antes de soltar una risotada. 
 —Al final no me has dicho si Neus también está inmortalizada aquí —dijo el chico mientras se recomponía la ropa. 
 —Siempre le puedes preguntar a Neus directamente. 
 —¿Qué me tiene que preguntar? —dijo Neus mientras entraban al comedor. 


El buen ambiente de la comida se enrareció pronto, solo hizo falta el aperitivo. Carola había hecho una variedad de pequeños entrantes, deliciosos todos según el criterio de Albert, pero el problema fueron las croquetas. 
 —Vaya, que yo no digo que no estén buenas —dijo la suegra—. Pero unas buenas croquetas tienen que ser de bacalao o de pollo, mira como mucho de jamón. Pero… ¿de setas? ¿Quién le pone setas a unas croquetas? Y ya no hablemos del queso este apestoso. 
Carola no decía nada e iba llenando las copas de todo el mundo con una sonrisa un pelín forzada. La mujer no calló en toda la comida. Explicando que sus croquetas eran tan buenas que eran parte de los motivos por los cuales le habían ofrecido abrir restaurantes varias veces. Todos los intentos de llevar la conversación hacia otros temas topaban con el ego hinchado de la mujer que, parecía evidente, no tenía mucho afecto por la pareja de su hija. Albert no intervino mucho. Se limitaba a comer e ir felicitando a la cocinera a cada plato. No fue hasta que su mujer mencionó sus croquetas que se vio obligado a participar. 
 —Pues mira mamá —dijo Montse—. Yo he comido muchas veces tus croquetas y no son mejores que las que nos ha preparado Carola —Albert le dio un golpe de pie bajo la mesa sin conseguir callarla—. Pero ya te digo que no le llegan a la suela de los zapatos a las croquetas que hace mi maridín. Son las mejores croquetas del mundo. 
 Albert vació el vaso de vino bebiendo lentamente mientras notaba las miradas de toda su familia política clavadas en su cara. 
 —Y tanto da de que las haga: pollo, jamón, setas, foie… le salen tremendísimas. 
 —Oh, Albert —dijo Carola—. ¿Me podrías pasar la receta? 
 —Imposible —contestó Montse—. No me la quiere dar ni a mí. Dice que es un secreto de su familia que solo pasa de padres a hijos. 
 —No será para tanto, pues. 
La suegra habló mirando a su yerno con cara de perro. 
 —No mama. Es para tanto y mucho más —Montse siguió ignorando las patadas en la espinilla que su marido le iba dando—. De hecho, no quiero que te quedes con las ganas de probarlas y reconocer que son las mejores croquetas que has probado jamás. Ven el próximo fin de semana y Albert te preparará las croquetas de lo que quieras. 
 —Pollo y bacalao —contestó la suegra. 
 —¿Podemos venir nosotras? —preguntó Carola— Quiero probar las mejores croquetas del mundo. 
 Montse le dio un beso en la mejilla a Albert que estaba volviendo a llenarse el vaso. 


 Los números eran perfectamente claros: necesitaría 50 mililitros por cada 50 gramos de mantequilla. Y si tenía que hacer dos tandas, una de bacalao y una de pollo, tendría que conseguir 100 mililitros. Era completamente imposible que lo consiguiera. Debería haber empezado a recolectar semanas antes. 
 —Montse de los cojones—masculló sentado ante el ordenador donde había programado el Excel—. No podía haberme dejado fuera de la discusión, no. 
 —¿Todavía estás enfadado, amor? 
 Albert casi se cayó de la silla por el susto. Montse había aparecido sin hacer ruido y, preocupado como estaba, ni se había dado cuenta. 
 —No estoy enfadado. 
 —Hombre, mascullabas no sé qué de una Montse y unos cojones o algo, ¿no? 
 —Es que ya te vale, hostia. Sabes que no me gustan los conflictos y menos si tienen a tu madre de protagonista. 
 —Pero si no hay conflicto. Realmente tus croquetas son buenísimas. Tengo unas ganas locas de ver a mi madre sin palabras por una vez en la vida. 
 Montse desvió la mirada hacia la pantalla pero Albert cerró el archivo antes de que lo pudiera ver. 
 —¿Era la fórmula secreta? 
 —¿Y a ti que te importa, cotilla? 
 —¿Sabes lo que no he probado nunca? 
 —No —dijo Albert frunciendo el ceño. 
 —A intentar seducirte para robarte el secreto, como las pelis de espías. 
 Con estas palabras se dejó caer en el regazo del chico y empezó a morderle suavemente la oreja mientras le metía la mano entre los botones de la camisa. Estuvieron besándose hasta que ella se sentó con las piernas abiertas sobre sus rodillas. Le desabrochó los pantalones y empezó a jugar con el pene que ya estaba duro. Pero en aquel momento, los datos del Excel le cruzaron la mente. Cogió a Montse y la hizo sentarse sobre la tabla del ordenador. 
 —¡Ay! —se quejó— Me he clavado el ratón en el culo. 
 —¿Sabes lo que hace tiempo que no hago? 
 —¿Croquetas? 
 Albert contuvo el taco que amenazaba con escapar de su garganta y empezó a sacarle los pantalones cortos del pijama. 
 —No —dijo poniéndose una rodilla de la chica en cada hombro. 
 —¿La colección de fotos de Carola te ha abierto el apetito? 
No contestó. Agachó la cabeza y, después de dar un beso al mil veces besuqueado triángulo de pecas, empezó a hurgar con la lengua, pasándola entre los labios lentamente. Montse soltó un suspiro cuando la notó tocándole delicadamente el clítoris, probando de hacerlo salir de su capuchón. Cuando lo hizo, Albert se lo tomó entre los labios, como si fuera a darle un beso y lo pellizcó. Succionó ligeramente, estirando del pequeña pellejo y sujetándolo con la boca casi cerrada, empezó a torturarla con pases rápidos de la lengua. Ahora Montse le agarraba de los cabellos, estirándolos sin hacer mucha fuerza pero forzándolo a acercar la cara todavía más hacia su pubis. Albert usó los dedos para acariciar la entrada de la vagina, insinuando una penetración con la punta para retirarse a continuación y jugar con los labios vaginales, abriéndolos y cerrándolos con ocasionales escapadas de la lengua para recoger un poco del néctar que se escapaba del orificio de la chica. Notó que el orgasmo de la chica se acercaba porque empezó a estirarle de los cabellos con suficiente fuerza como para hacerle daño, así que aceleró el ritmo de la lengua sobre el clítoris, ahora ya con un par de dedos dentro hasta que los muslos de la chica se cerraron sobre las orejas de Albert. Siguió lamiendo, ahora más suave, mientras la chica acababa de remover el culo un par de veces, buscando todavía un último toque de lengua. 
 Cuando acabó de correrse, le hizo levantar la cara y lo besó apasionadamente. 
 —¡Oye, que era yo quien debía intentar seducirte para conseguir tu fórmula! 
 —Bueno Mata Hari, parece que has encontrado la horma de tu zapato. 
 Montse bajó de la mesa y con el mismo movimiento, se arrodilló entre las piernas de él, mientras le sonreía juguetona. 
 —¿Qué te parece si lo intentó yo ahora? Esto de la seducción, digo. 
 —De hecho, mejor que no —dijo el chico levantándola— He bebido mucho en la comida y estoy bastante cansado. ¿Te parece si lo dejamos en que me debes una? 
 —Cómo quieras —contestó Montse con una ceja levantada—. No recuerdo que hayas estado nunca tan cansado como para no querer sexo. 
 —Me hago mayor, Montse. Me hago mayor. 


De puntillas, cruzó el piso intentando no hacer ningún ruido. Montse dormía y por no despertarla, fue a oscuras hasta la cocina. Una vez allí, cerró la puerta antes de encender la luz de la campana del extractor. Buscó entre los armarios hasta encontrar un bote para medir cantidades de alimentos con tapa, lo enjuagó bajo el grifo y lo secó con papel de cocina. Depositó el bote en el mármol y dejó caer los pantalones cortos de deporte que usaba como pijama. Su pene despertó con solo un par de caricias suaves; llevaba caliente desde la pared de coños que había visto aquella mañana. Albert era consciente que las fotos no intentaban ser pornográficas, eran una muestra de arte, pero todavía tenía mucho trabajo que hacer para superar años de educación en un entorno donde las mujeres eran objeto de cosificación constante. Se distrajo tanto con los pensamientos sobre sexualidad y feminismo que tuvo que volver a empezar los tocamientos para ponerse en solfa de nuevo. Cuando la tuvo dura, empezó a masturbarse rápido y sin miramientos. Olvidando los escrúpulos de un rato antes, recuperó de la memoria las imágenes del mediodía: el coño rasurado de labios generosos de Carola, el corte delgado, medio escondido entre los pelos, de su cuñada con las tres pecas como las de su mujer que, evidentemente, le hicieron pensar en el de la misma Montse. Le vino a la nariz el aroma entre dulce y salado del coño de su amada mientras se lo comía, apenas unas horas antes. La boca se le llenó del sabor que había gozado mientras su lengua se paseaba, arriba y abajo, buscando dar placer a su Montse. Recordó el pequeño momento de dolor cuando la chica le estiró del cabello mientras le cerraba los muslos sobre las mejillas y notó que de los riñones le llegaban los primeros espasmos. Tomó el bote con la mano izquierda y lo colocó a manera de sombrero sobre su pene, mientras la derecha subía y bajaba por el tronco a toda velocidad. Con uno gruñido amortiguado, eyaculó dentro del bote. Siguió masturbándose hasta estar convencido que había extraído hasta la última gota de esperma. Levantó el bote al trasluz para ver qué cantidad había recogido: 7 mililitros justos. Mientras notaba el pene deshincharse y dejaba el bote en la nevera, detrás de unos yogures, hizo un poco de aritmética y calculó que tendría que pajearse 13 veces más para conseguir los 100 que necesitaba para las croquetas. Soltó un taco en voz queda cuando un pensamiento le cruzó la cabeza. Hacía dos días que no tenía sexo, ni con Montse, ni solo, cosa que justificaba una corrida generosa, pero si tenía que hacerse dos pajas al día, era imposible que todas fueran así de copiosas. Se subió los pantalones y fue hasta la nevera. Quedaba media botella de leche fresca que se bebió de una sentada. Vio que todavía quedaban plátanos y decidió que no le haría ningún daño comerse uno para coger fuerzas. Después del último bocado, volvió a bajarse los pantalones e intentó conseguir una nueva erección. Viendo que le costaba, tomó el móvil y buscó en su portal porno de referencia, videos que lo ayudaran a hacer el trabajo. Se masturbó y, cuando estaba a punto de llegar al orgasmo, recordó que el bote estaba en la nevera. Tropezando con los pantalones, con la polla sufriendo las primeras convulsiones pre-eyaculación, lo destapó y clavó la polla dentro a tiempo de recoger la segunda muestra. Cuando examinó el bote vio que solo habían sido 4 mililitros. Era del todo imposible que consiguiera llegar a los 100 a solas. Necesitaba ayuda. 


 —¡Estás como unas maracas, pavo! 
 El chico lo miraba desde el sofá donde estaba sentado. Albert estaba en la butaca al otro lado de la mesita de café. 
 —No es ninguna locura, Arnau. Te juro que todo tiene una explicación. 
 —Muy bien. ¿Cuál es? 
 Albert miró a ambos lados, como si sospechara que alguien los estaba espiando. 
 —Necesito tu palabra de que esto que explicaré ahora, nunca saldrá de aquí. 
El chico se puso una mano en el pecho antes de hablar. 
 —Que me vuelva hetero si nunca digo nada. 
 —Necesito 100 mililitros de esperma antes de sábado. 
 —¿100? No parece mucho. ¿Para qué los necesitas? 
 —Para hacer croquetas. 
 Las carcajadas de Arnau fueron estridentes y duraron largo rato. El chico se golpeaba los muslos mientras reía. Un par de veces, se quedó boqueando como un pez fuera del agua, con el pecho haciendo pequeños saltos mientras intentaba recuperar la respiración, solo para romper de nuevo a reír. Finalmente consiguió calmarse lo suficiente para poder hablar. 
 —Te estás quedando conmigo, ¿no? 
 —No Arnau, es un tema completamente serio. Eres la primera persona de fuera de mi familia que sabe el secreto. 
 —¿Me estás diciendo que aquella vez que fuimos a comer a tu casa, las croquetas tenían tu salsita especial dentro? 
La cara de Albert enrojeció como si toda la sangre del cuerpo le hubiera subido a la cabeza. 
 —Caramba, ahora que lo pienso, es la primera vez que me lo trago todo sin tener que mamar una polla. 
 —No me lo pongas más difícil de lo que ya es. 
 —Pero ¿qué explicación tiene? 
 —No tengo ni idea. He probado usando partes de la composición del semen en las croquetas en vano; ni carnitina, ni fructosa, ni nada de nada. Lo único que hace que las croquetas queden más buenas es una muestra cuanto más fresca mejor. 
 —Para que nos entendamos —dijo Arnau posando los codos sobre la mesilla y juntando los dedos—. Me estás pidiendo que te proporcione mi esperma para que tu suegra tenga que admitir que las tuyas son las mejores croquetas del mundo. 
 —Sí. 
 —OK. ¿Cómo hacemos esto? 
 Albert tomó la nevera portátil que llevaba dentro de la mochila y la abrió. 
 —Si pudieras hacerlo aquí dentro para sumarlo a lo mío estaría muy bien, así no se desaprovecharía ni una gota. 
 Dentro del bote, se veía un dedo de líquido espeso, tocando la raya de los 22 mililitros. 
 —¿Cuántas pajas son esto? 
 —Seis. No consigo pasar de los 7 mililitros por día. Es por eso que necesito ayuda. 
 La puerta de la calle se abrió y Albert escondió el bote dentro de la nevera. 
 —Hola Amor —dijo el recién llegado—. Oh, no estás solo. Hola Albert. 
 —Hola Manu —contestó el chico levantándose para darse dos besos con él. 
 El chico se fue hacia el dormitorio diciendo que iba a posarse cómodo. 
 —Albert, explícale tu historia a mi churri. 
 —Cuanta más gente lo sepa será peor. 
 —Solo hace falta que lo sepa él. Haz los cálculos. No creo que mis lefadas produzcan más que las tuyas y hace un rato ya me he vaciado. Y ambos estamos en una relación monógama, no tienes que sufrir por ninguna enfermedad de transmisión sexual, estamos sanos y tenemos un pene funcional. ¿Qué más quieres? 
 Manu volvió con unos pantalones cortos y una camiseta de rejilla que le dejaba los pezones a la vista. Se sentó junto a su pareja. 
 —¿Hablamos de penes? Me apunto. 
 —Albert necesita que lo ayudamos con un proyecto culinario. 
 Entre los dos le explicaron el problema y cuando, igual que Arnau, Manu se recuperó de su ataque de risa se añadió a la conjura. 
 —¿Cuál sería la logística pues? —pidió el chico secándose las lágrimas que todavía le caían. 
 —Pues me voy a hacer un café, os dejo solos, le dais al asunto y vengo a recoger el bote. 
 —¿Estás seguro? ¿No prefieres quedarte a mirar? —preguntó Manu guiñándole el ojo. 
 —Hombre, podría quedarme para garantizar que no se pierde nada —contestó después de pensarlo unos instantes. 
 Arnau y Manu se miraron con cara de sorpresa antes de ponerse a reír. Arnau metió la mano por debajo de los ínfimos pantalones de Manu y empezó a mover la mano mientras se lanzaba a besar a su hombre. En un santiamén, los dos tenían el pene fuera y se acariciaban con la mano libre mientras se masturbaban mutuamente. Manu empezó a agachar la cabeza cuando se detuvo para mirar a Albert. 
 —Oye —dijo con voz entrecortada mientras Arnau seguía masturbándole—. ¿Hay algún problema si le mamo la polla? 
 —Mientras no se te corra en la boca. Es mejor que el esperma entre al bote directamente. 
Sin pausa, Manu se metió la polla de Arnau en la boca mientras este echaba la cabeza hacia atrás soltándole el pene. Durante un rato solo se escucharon los ruidos de succión que Manu hacía y las respiraciones entrecortadas de todos. Albert notó su erección intentando escapársele de los pantalones y probó de tapársela cuando se dio cuenta que Arnau estaba mirándolo. Se quedaron con los ojos clavados el uno en el otro. Eran amigos de hacía años, de cuando se sentaron juntos en su primera clase del instituto. Habían descubierto sus sexualidades a la vez, uno a cada lado del espectro. Pero nunca habían compartido un momento tan íntimo como aquel. Arnau desvió la mirada hacia el bulto que deformaba la entrepierna de su amigo y, volviendo a mirarlo en los ojos, asintió con la cabeza. Albert dudó pero mucho menos de lo que jamás habría pensado antes de encontrarse en esa situación. Se desabrochó la bragueta y liberó su polla. Empezó a masturbarse viendo el pene de su amigo aparecer y desaparecer en la boca de Manu. Arnau empezó a dejarse caer con cuidado de no salirse de la boca de su amante hasta quedar tendido en el sofá con la polla de Manu cerca de su boca para poder chupársela también. Manu levantó una pierna y se quedó a cuatro patas, con la cabeza de Arnau entre las rodillas mientras seguía mamándole la polla. En esta posición pudo ver que Albert se masturbaba mirándolos y se dedicó a pasear la lengua por el glande que chupaba con la mirada fijada a la picha del chico heterosexual. 
 —Manu, para, necesito el bote —dijo Arnau intentando apartarle. 
Albert se levantó de un salto y cogió el bote de dentro de la nevera. Lo acercó a la boca de Manu que liberó a su amante. Sin pensar, tomó la polla que temblaba ante sí y volcó con cuidado el recipiente para no derramar nada del contenido y sacudió el pene de su amigo hasta que la última gota de esperma cayó dentro. Fue entonces que Albert se dio cuenta de lo que había pasado y notó que la vergüenza le invadía el pecho. 
 —No pasa nada, Albert —dijo Manu mientras Arnau seguía mamándole el sexo—. Tocar una polla no te hará gay —Le señaló la erección—. Y que te la mame un gay tampoco lo hará. 
 Nuevamente se sorprendió de las pocas dudas que le acometieron antes de acercar su pene a la boca del chico y dejarse hacer. Después de un par de minutos, no pudo evitar soltar un suspiro cuando notó que Manu se la había tragado entera y usaba los músculos de la garganta para masajearle la punta. Ya se había masturbado dos veces aquella mañana pero estaba tan caliente que no tardó en notar que el orgasmo se aproximaba. Todavía sostenía el bote en la mano. Tocó la cabeza de Manu que lo miró sin dejarlo salir de su boca. 
 —Manu, suéltame, me voy a correr —el chico volvió a metérsela hasta la garganta y le agarró los huevos—. Oh, Manu, por favor, no aguanto más. 
 Consiguió meter la punta dentro del bote a tiempo de recoger su corrida por muy poco. Manu sonreía con cara de travieso mientras Albert intentaba recuperar la respiración. 
 —Ya puedes recoger mi leche, bonico —dijo el chico mientras levantaba el culo para salirse de la boca de Arnau. 
 Con el pene deshinchándosele y oscilando por fuera de su bragueta, acercó el bote a la cara de Arnau que la apartó suficiente porque lo pusiera bajo la polla de Manu. Lo ordeñó hasta la última gota antes de levantar el recipiente y mirarlo a contraluz. 
 —¡16 mililitros! —exclamó Albert— Ya hay 38. 
 Los tres se arreglaron la ropa antes de seguir hablando. 
 —Chicos, cuento con vuestra discreción, ¿verdad? 
 —Tranquilo, nadie descubrirá el secreto de tu receta por boca nuestra —dijo Arnau y antes de que Albert dijera nada—. Y tampoco sobre los métodos de extracción empleados. 
 —Muchas gracias. 
 —Entonces ¿cuál es el plan? —pidió Manu. 
 —Pues haciendo números diría que tendremos que repetir como mínimo cuatro veces para llegar a la cantidad necesaria. 
 —Sí —confirmó Albert guardando el bote en la nevera—. ¿Cuándo os va bien repetir? 
 Los dos gays se lo miraron con una sonrisa socarrona y Albert notó que se le volvían a encender las mejillas. 


 Era viernes al atardecer cuando Montse se le acercó. Albert la había estado rehuyendo toda la semana pero ahora parecía que la chica no lo iba a dejar escapar. 
 —Tenemos que hablar —dijo ella. 
 Estas palabras le resonaron dentro del cráneo. Un “Tenemos que hablar” nunca comportaba una conversación amigable. 
 —Claro, mi vida —le dijo dejando el libro a la mesilla y haciéndole lugar en el sofá—. ¿Qué pasa algo? 
 —No lo sé, Albert. Di tú si pasa algo. 
 Albert se quedó callado mirando a su mujer. 
 —Estás muy distante, Albert —le dijo con voz triste—. Cada vez que intento tocarte huyes y después te veo matándote a pajas en la cocina. Y hace días que quedas con Arnau y cuando vuelves siempre vas directo a la ducha. 
El chico abrió los ojos como un búho. Montse lo había pillado de pleno y ahora no sabía qué hacer para salirse del agujero. 
 —¿Es que ya no me encuentras atractiva? 
 —No digas esto, Montse. Te encuentro tan sexi como el primer día que te vi. 
 —¿Pues porque no follamos? ¿Es culpa de las puñeteras croquetas? —La chica cambió de la tristeza al enojo— Joder Albert que solo son unas putas croquetas. Si no las quieres hacer, me lo dices y ya está. Mañana por la mañana llamo a mi madre y le digo que no podemos quedar el domingo y que ya hablaremos. ¿Contento? 
Solo de pensar en el cansancio que sentía y que todo el esfuerzo que habían echado él y sus amigos para llenar el pote podían quedar en nada, el corazón le dio un vuelco. 
 —NO —exclamó. 
 Montse lo miró sin entender nada. Le tomó la mano y, después de besarla, se la posó en la mejilla. 
 —Habla conmigo, Albert. Sabes que puedes decirme cualquier cosa. Incluso aceptaría escuchar si me hubieras sido infiel. Pero debes ser honesto conmigo. 
 —No es nada de eso —dijo mientras la mamada de Manu le cruzaba los pensamientos. 
 —¿Pues qué es? ¡Hostias! 
 Albert se quedó callado sopesando que era más importante: mantener el secreto de los hombres de su familia o la confianza de su mujer. Después de pensarlo un buen rato escogió a Montse. Su padre se revolvería en la tumba pero ya se había decidido. 
 —Montse. Te tengo que explicar una cosa —dijo Albert y empezó a hablar. 
 Por tercera vez aquella semana, tuvo que esperar bastantes minutos a que alguien dejara de risa y se recuperara suficiente para seguir hablando. 
 —De verdad —exclamó Albert serio—, no entiendo donde le veis la gracia. 
 —Me estás diciendo que cada vez que hemos tenido invitados y les hemos servido tus croquetas, te habías pasado días recogiendo tu —La risa se le volvió a escapar—... tu... 
 —Sí Montse, mi semen. Mi esperma. Mi leche, el zumo de mis huevos, la mayonesa de mis cojones. 
 Montse dejó de reír como pudo y abrazó a su marido. 
 —Entiendo porque lo mantenías en secreto pero sigo sin entender cómo va el tema. Yo me he tragado esta mayonesa que dices alguna vez y no es tan excepcional. Al menos no más que la de cualquier otro que haya probado. 
 Al pensar que su amada se había metido en la boca la picha de otros hombres antes que la suya, Albert no pudo evitar un escalofrío pero, recordando nuevamente, las atenciones de la boca del novio de su mejor amigo, decidió que el pasado estaba perfecto allí donde estaba: en el pasado. 
 —Yo tampoco, pero en mi familia, los hombres llevamos haciendo las croquetas así desde hace décadas y siempre hemos tenido mucho éxito. 
 —Entonces —la chica se tapó la boca antes de poder seguir hablando—... todas esas visitas a Arnau eran para recoger... 
 —Y Manu. Manu también ha colaborado. 
 —Pero ¿esto lo haces siempre? 
 —Claro que no, cojones. Normalmente sé con semanas de antelación qué día tengo que preparar las croquetas y me da tiempo de sobra de reunir suficiente... material. Pero vas e invitas a tu madre y a tus hermanas y solo tengo una semana. No soy un manantial, ¿sabes? 
 —¿Y ya has recogido la cosecha de hoy? 
 —La de la mañana sí. Arnau y Manu han hecho sus aportaciones por la tarde. 
 —Entiendo. Ahora estabas esperando que me fuera a dormir para hacer un último ingreso, ¿no? 
Se encogió de hombros como respuesta, cosa que hizo que la chica soltara una risotada. 
 —Enséñame el bote. 
 En la cocina, Albert se agachó para apartar unas cajas de espinacas y guisantes congelados hasta recuperar el recipiente. El esperma ya tocaba los 92 mililitros. 
 —¿Todo esto es semen? 
 —Sí. 
 —¿Cuánto necesitas? 
 —100 mililitros. Si todo va bien, no hará falta que vaya a recoger el de los chicos. 
 —Tranquilo. No te hará falta. 
Agotado como estaba, notó que su pene daba un salto al ver como Montse se sacaba la camiseta que usaba para estar por casa. Debajo, solo llevaba unas braguitas. Tenía los pezones duros de ir descalza y cuando le abrazó, los notó clavarse en el pecho. Dejó el bote en el congelador y se dejó llevar hasta la mesa de la cocina. Montse apartó el plato de fruta y la jarra de agua que había y se tendió sobre el mantel quitándose las bragas despacio. Juguetona, abrió y cerró las piernas, dejándole ver el coño un par de veces antes de quedarse con las piernas abiertas y las rodillas plegadas delante de él. 
 —¿Pasará algo si me la metes antes de depositar tu muestra? 
 —Pasará que me volveré loco si no te la puedo meter ya mismo. 
 La chica se abrió los labios vaginales y se metió el dedo anular hasta el primer nudillo. Cuando lo sacó, se lo dio a lamer al chico. 
 —Pues yo ya estoy húmeda. 
 No se hizo de rogar. La tomó por las caderas y estiró de ella hasta tenerla cerca del borde de la mesa y, frotándole la punta un par de veces en la entrada de la vagina para recoger un poco de la humedad que se escapaba, la penetró. Empezó a moverse despacio, jugando con los pechos de ella mientras Montse le acariciaba la espalda y los brazos. Con los ojos clavados el uno en la otra, fueron moviéndose, buscando un contacto que Albert había rehuido durante días y que ahora que lo disfrutaba, se daba cuenta de cuanto lo había echado de menos. Pensó que ella se correría la primera, dado que él llevaba un buen montón de orgasmos encima pero se sorprendió cuando pasados un par de minutos, la urgencia de acelerar le indicó que el clímax se le acercaba. 
 —Vida mía, no aguantaré mucho. 
 —¿Qué hago? 
 —Espera un momento que voy por el bote. 
Salió de dentro de la chica y saltó hacia el congelador. Notó que empezaba a escapársele la leche mientras desenroscaba la tapa pero llegó a tiempo de descargar dentro del recipiente. Montse se le acercó por la espalda y le tomó el pene, apartándole la mano, para acabar de masturbarlo mientras le frotaba los pechos en la espalda. Cuando empezó a aflojársele la polla, la chica levantó el bote. 
 —96 —exclamó— Solo quedan 4 mililitros. 
Albert intentaba recuperar la respiración mientras hacía que sí con la cabeza. 
 —Pues yo no he acabado —dijo la chica— y hoy paso de usar otro aparato que no sea el tuyo. 
 —Montse yo no sé si podré. Puedo comerte si quier... 
 —Y tanto que me lo comerás —exclamó la chica—. Después de la semana que me has hecho pasar que menos que una buena comida de coño. Pero primero quiero conseguir llenar el bote. 
Montse lo cogió del pene y estirando de él, le obligó a levantarse. Volvió a acercarse a la mesa pero esta vez, se quedó de rodillas. Se lo metió en la boca y estuvo jugando, mamando y lamiendo hasta que la volvió a tener dura. Entonces volvió a tumbarse en la mesa y, abriéndose de piernas, estiró de él hasta tenerlo cerca. 
 —Venga amor. Que quiero que dejes a mi madre de piedra con tus supercroquetas. 
 Albert metió el pene dentro de su amada y empezó a mover el culo. 


 Cuando la suegra mordió la primera croqueta, no pudo evitar que la sorpresa se le dibujara en la mirada. Enseguida recuperó su ademán agrio habitual pero en aquel instante, todos a la mesa vieron que la mujer había disfrutado enormemente de aquella croqueta. 
 —¿Qué, mamá? —preguntó Montse— ¿Son o no son las mejores croquetas que has probado nunca? 
 La mujer se metió en la boca el resto de la croqueta sin contestar pero cuando dejó de masticar, miró a su yerno y va bajo la cabeza en una pequeña reverencia. 
 —Realmente son las mejores croquetas del mundo —dijo Carola tomando otra y ofreciéndola a su mujer—. Son como tener un orgasmo en la boca. 
 El chico y Montse se miraron y se pusieron a reír. 
 —Exacto —dijo Montse entre risas—. No se me ocurre una definición mejor.